El estatus de Venezuela es uno que aún no permite vislumbrar un aumento generalizado de la calidad de vida por ningún lado
@AAAD25
Saludos a todos. Han pasado unos cuantos meses desde la última emisión de esta columna. Esa emisión se dio justo antes de las elecciones presidenciales del 28 de julio y consistió en un exhorto a participar, a sabiendas de que las secuelas eran inciertas, pero contemplando la posibilidad de que el desenlace redundara en beneficio de este país tan arrasado y vejado. Muy lamentablemente, no fue así. Al contrario. No tengo que detallar por qué. Basta señalar que lo acontecido en esos meses y, sobre todo en los primeros días luego de la elección, me hicieron juzgar poco prudente expresar comentarios por esta vía. Sin embargo, teniendo hoy un poco más de claridad sobre la situación en la que nos encontramos, decidí reanudarla. Llevo nueve años con ella (las líneas que usted lee, de hecho, coinciden con su noveno aniversario) y no quiero abandonarla. Quizá no será con la misma frecuencia semanal que tenía antes, debido a nuevos compromisos míos. Quizá con mayor cabida para otros temas, en vista del nuevo clima político (digo esto con pena, pero también con sinceridad). No obstante, la mantendré mientras pueda.
En fin, ¿qué nos atañe hoy? Pues que, hablando de infortunios, el estatus de Venezuela es uno que aún no permite vislumbrar un aumento generalizado de la calidad de vida por ningún lado. La forma en que se ejerce el poder político en este país sencillamente no lo permite. Poder que el 28 de julio decidió reafirmarse como sea y que, una vez más entonces y hasta el sol de hoy, rechaza cualquier cambio, diga lo que diga la voluntad ciudadana inmensamente mayoritaria. A nadie puede sorprender entonces que haya reportes de un aumento considerable en el flujo de migrantes venezolanos, tanto en el Darién como en la frontera con Brasil. Miles de personas vieron en aquellos comicios una última oportunidad para aspirar a una vida, no diré muy acomodada, pero sí digna en su país. La oportunidad les fue negada.
La hegemonía política que hay en Venezuela desde 1999 es muy propia del siglo XXI. No tiene un ideario oficial consistente, como el que tuvo, por ejemplo, la Unión Soviética. La ideología es flexible y se adapta a las necesidades de estabilidad de la elite gobernante. De ahí que en el último sexenio diéramos un paso del cuasi estalinismo tropical a la perestroika bananera. Pero hay algo que sí es una constante: las instituciones extractivas. En palabras de los más recientes ganadores del Nobel de Economía, Daron Acemoglu y James Robinson, esas instituciones tienen como propósito extraer la mayor cantidad posible de riqueza del medio en el que se encuentran, incluyendo la naturaleza y la sociedad, para repartirla mayormente entre un pequeño grupo de privilegiados. Se oponen a las instituciones inclusivas, propias de los países democráticos y que procuran una prosperidad amplia y la igualdad de oportunidades para el desarrollo personal de los miembros de la sociedad.
Mientras tengamos tal institucionalidad, creo que no podemos aspirar a nada mejor que esta peculiar etapa en la que fueron retirados varios controles económicos destructivos. No hay escasez y la hiperinflación es cosa del pasado. Pero esa “estabilización en el foso” reposa sobre un equilibrio muy frágil. Depende, para empezar, de una estrategia para reprimir la inflación basada en restringir el crédito mediante un encaje legal altísimo, que entorpece el crecimiento económico, y la inercia del tipo de cambio mediante la venta de dólares por el Banco Central de Venezuela. Dado que el segundo pilar depende a su vez del volumen de divisas que capta el Estado, sobre todo mediante unas ventas de petróleo cuyo rendimiento varía, cada cierto tiempo se produce una situación en la que la oferta oficial de divisas no satisface la demanda, el dólar aumenta y, con él, la inflación. Así que el poder de compra del ciudadano común se mantiene muy restringido. Y sin consumo, el producto interno bruto no puede tener un crecimiento importante. En menos de diez años, la economía venezolana perdió cuatro quintos de su tamaño. Con condiciones ideales, tomaría un lapso incluso más largo recuperar lo perdido. En las presentes condiciones, es sencillamente imposible.
Añádase la voracidad fiscal que en años recientes tiene al sector privado bajo un estrés constante e inmisericorde. Ha sido la sentencia de muerte de varios pequeños negocios. Al colapsar el ingreso para la elite gobernante por exportaciones de petróleo, luego de años de una administración que redujo Pdvsa a una sombra de lo que era, dicha elite tuvo que buscar una fuente alterna. La encontró en los impuestos. Pero primero había que encontrar una riqueza que gravar. Por eso la desaplicación de controles que permitió a parte del empresariado privado reactivarse. Paradójicamente, la asfixia que antes implicaban aquellos controles hoy viene de los impuestos. El Estado no puede apretar demasiado, porque entonces todo quiebra y no hay riqueza que extraer. Pero la necesidad extractiva sigue ahí. El resultado es, de nuevo, un equilibrio sumamente frágil.
Por cierto, los impuestos son lo único que motiva quejas sobre el statu quo emitidas por los directores de los grandes gremios patronales del país. Esos que dicen que “no se meten en política”, pero salieron corriendo a avalar la “consulta” de diciembre pasado sobre el Esequibo, aunque siempre fue evidentemente un intento de la elite gobernante de movilizar gente a su favor y nada más (un año después, nuestro reclamo del territorio no avanzado en absoluto). Sostienen que su acartonada neutralidad se debe a que anteponen la salud del empresariado privado por encima de diatribas políticas, “por el bien del país entero”. Omiten que una institucionalidad extractiva y sin Estado de derecho repele la confianza indispensable para un clima de grandes inversiones. No dicen ni pío cuando la elite gobernante arremete contra establecimientos privados por razones descaradamente políticas, como el cierre de negocios que brindó servicios a la oposición durante la pasada campaña presidencial. Tal vez sí son conscientes de todo esto, pero no les importa. Tal vez aspiran a ser parte de la elite que es única beneficiaria de la institucionalidad extractiva. De eso se trata el capitalismo amiguista.
Excusas de mala fe
El estatus de Venezuela es uno que aún no permite vislumbrar un aumento generalizado de…
¿Cuál es entonces el camino para una Venezuela próspera, si la sociedad se desentiende de la política y avala la continuidad del presente orden de cosas, como tanto invitan los traficantes de conformismo? Parafraseando a Polifemo tras la burla de Ulises, ninguno. Ese camino no existe. Quien quiera una Venezuela así, tendrá que insistir en el esfuerzo por la restauración de la democracia y el Estado de derecho. No sé qué cauce tomará ese esfuerzo a partir del 10 de enero. Pero sí estoy seguro de que sin él, este país estancado se queda.
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